ARQUITECTURA

 

 

 

Adolf Loos, 1910

¿Puedo conducirles a la orilla de un lago de montaña? El cielo es azul, el agua verde y todo descansa en profunda paz. Las montañas y las nubes se reflejan en el lago, y así las casas, caseríos y ermitas. No parecen creadas por mano humana. Están como salidas del taller de Dios, como las montañas y los árboles, las nubes y el cielo azul. Y todo respira belleza y silencio...

¡Eh, qué es aquello! Un tono equivocado en esa paz. Como un ruido innecesario. En medio de las casas de los campesinos, que no las hicieron ellos sino Dios, hay una villa. ¿Proyecto de un buen o de un mal arquitecto? No lo sé. Sólo sé que ya no hay paz, ni silencio, ni belleza.

Porque ante Dios no hay buenos o malos arquitectos. Junto a su trono todos los arquitectos son iguales. En las ciudades, donde reina Belial, hay finas nuances, como suele suceder con las clases de vicios. Y por ello pregunto: ¿cómo es que todo arquitecto, bueno o malo, deshonra el lago?

El campesino no lo hace. Tampoco el ingeniero que construye un ferrocarril en la orilla o que traza con su barco profundos surcos en el claro espejo del lago. Ellos crean de otra manera. El campesino ha marcado sobre el verde césped el suelo sobre el que tiene que levantarse la nueva casa y ha excavado la tierra para los cimientos. Ahora aparece el albañil. Si cerca hay suelo de arcilla, entonces habrá un tejar que proporcione ladrillos. Si no, servirá la misma piedra que forma la orilla. Y, mientras el albañil va colocando ladrillo sobre ladrillo, piedra sobre piedra, el carpintero se ha instalado a su lado. Alegremente suenan los hachazos. Está haciendo el tejado. ¿Qué clase de tejado? ¿Uno hermoso o uno feo? No lo sabe. El tejado.

Y luego el carpintero toma las medidas para puertas y ventanas, y aparecen todos los demás y miden y van a su taller y trabajan. Y luego el campesino remueve un gran perol con cal y hace la casa de un hermoso blanco. Conserva, sin embargo, la brocha, pues por la pascua del año que viene volverá a necesitarla.

Él ha querido levantar una casa para sí y para los suyos y para su ganado, y lo ha logrado. Igual que pudo su vecino o su bisabuelo. Como puede cualquier animal que se deja llevar por sus instintos. ¿Es la casa hermosa? Sí, tan hermosa como lo son la rosa o el cardo, el caballo o la vaca.

Y, vuelvo a preguntar: ¿por qué un arquitecto, tanto el bueno como el malo; deshonra el lago? El arquitecto no tiene, como casi ningún habitante de la ciudad, cultura alguna. Le falta la seguridad del campesino, que posee cultura. El habitante de la ciudad es un desarraigado. Llamo cultura a aquel equilibrio de la persona interior y exterior, lo único que posibilita un pensar y un actuar razonable.

Próximamente pronunciaré la siguiente conferencia: ¿por qué los papúas tienen cultura y los alemanes no?

Hasta ahora, la historia de la humanidad no contaba con ningún período falto de cultura. Le estaba reservado crear ese período al habitante de la ciudad en la segunda mitad del siglo Diecinueve. Hasta aquí, el desarrollo de nuestra cultura ha llegado en una corriente perfectamente regular. Cada cual obedecía a su hora, sin mirar ni hacia delante ni hacia atrás.

Pero entonces aparecieron falsos profetas. Dijeron: qué fea y qué triste es nuestra vida. Y lo reunieron todo de todas las culturas, lo expusieron en museos y dijeron: mirad, eso es belleza, pero vosotros vivís en una deplorable fealdad.

Ahí había muebles que eran como casas, llenos de columnas y molduras, ahí había terciopelo y seda. Ahí había, sobre todo, ornamentos. Y, como el trabajador manual, que era un hombre moderno y culto, no sabía dibujar ornamentos, tuvieron que fundarse escuelas para poder deformar a hombres jóvenes y sanos, hasta que lo aprendieran. Como en China, que se meten niños en un jarrón y les alimentan durante años hasta que, como siniestras criaturas, rompen su jaula. Esos siniestros abortos espirituales eran entonces contemplados como es debido, igual que sus hermanos chinos, y así podían, gracias a sus deformaciones, ganarse el pan fácilmente.

Pues allí no hubo nadie que gritara a la gente: ¡Pensad! El camino de la cultura es un camino que va desde el ornamento hasta la carencia de ornamento. Evolución de la cultura equivale al alejamiento del ornamento del objeto de uso. El papúa cubre todo lo que está a su alcance con ornamentos, desde su rostro y su cuerpo hasta su arco y su bote de remos. Pero hoy el tatuaje es un signo de degeneración, y sólo está en uso entre los delincuentes y los aristócratas degenerados. Y la persona culta, a diferencia del papúa, estima más hermoso un rostro no tatuado que uno tatuado, aunque el tatuaje viniera de Miguel Angel o de Kolo Moser en persona. ¡Y el hombre del siglo Diecinueve quiere saber fuera del alcance de los nuevos papúas fabricados artísticamente, no sólo su rostro, sino también su maleta, su vestido, su vivienda, su casa! ¿El gótico? ¡Nosotros hemos superado a las personas del gótico! ¡¿El renaissance?! Lo hemos superado. Nos hemos vuelto más finos y más nobles. Nos falta los nervios robustos que se necesitan para beber de un gran tazón de marfil donde está tallada una batalla de las amazonas. ¿Hemos perdido antiguas viejas técnicas? Gracias a Dios. Las hemos cambiado por los sonidos esféricos de Beethoven. Nuestros templos ya no están pintados, como el Partenón, de azul, rojo, verde y blanco. No, hemos aprendido a sentir la belleza de la piedra desnuda.

Pero entonces -decía- no había nadie, y los enemigos de nuestra cultura y los aduladores de viejas culturas tenían el juego fácil. Además causaron un equívoco respecto a todo esto. Malentendieron las épocas pasadas. Como sólo se conservaron aquellos objetos de uso que, debido a su ornamentación insensata, se prestaban poco al uso y que, por ello, no se gastaron, sólo llegaron hasta

nosotros las cosas ornamentadas, y así se creyó que antes sólo existieron cosas ornamentadas. Además era más fácil determinar la edad y procedencia de las cosas por su ornamento, y catalogar era uno de los regocijos edificantes de aquella época maldita.

Hasta aquí ya no llegaba el trabajador manual. Pues, en un sólo día, debía ser capaz de hacer y crear todo cuanto habían hecho todos los pueblos a través de milenios. Esas cosas habían sido en cada ocasión expresión de una cultura, y los maestros las producían como el campesino construye su casa. El maestro de hoy sólo puede trabajar como el maestro de siempre. Y el contemporáneo de Goethe ya no puede hacer ornamentos. Entonces se tomó a los deformados y se les impuso como tutor del maestro.

Y al albañil, al maestro de obras, se les daba un tutor. El maestro de obras sólo sabía construir casas: al estilo de su tiempo. Pero quien fuera capaz de construir en cualquier estilo del pasado, quien hubiera perdido el contacto con su propio tiempo, el desarraigado y deformado, ése se hizo el rey, ése, el arquitecto.

El trabajador manual no podía preocuparse mucho de libros. El arquitecto lo sacaba todo de los libros. Una enorme literatura lo proveía con todo lo digno de saberse. Uno no puede imaginarse cuánto veneno le dio a nuestra cultura urbana toda esa cantidad de hábiles publicaciones editoriales, cómo impidió cualquier reflexión propia. Daba lo mismo si el arquitecto había aprendido las formas de manera que las pudiese copiar de memoria o si debía tener delante suyo el modelo, durante, su "creación artística". El efecto era siempre el mismo. Siempre era un horror. Y ese horror creció hasta el infinito. Cada uno deseaba ver su cosa eternizada en nuevas publicaciones, y llegó un gran número de periódicos arquitectónicos para complacer la vanidad de los arquitectos. Y así ha seguido hasta el día de hoy.

Pero el arquitecto también ha reemplazado al trabajador de la construcción por otra razón. Aprendió a dibujar y, como no aprendió otra cosa, sabía hacerlo bien. El trabajador manual no sabe. Su mano se ha vuelto pesada. Los trazos de los viejos maestros son pesados, cualquier estudiante de arte industrial de la construcción sabe hacerlo mejor. ¡Y ya está aquí el llamado dibujante grácil, buscado y bien pagado por todo despacho de arquitecto!

El arte de la construcción ha descendido, a causa de los arquitectos hasta arte gráfico. No consigue el mayor número de contratos quién sabe construir mejor, sino aquel cuyos trabajos causan mejor efecto sobre el papel. Y ambos son antípodas.

Si quisieran alinearse a las artes en fila, y se empezará por la gráfica, encontraríamos que, desde ella, se pasa a la pintura. Desde ella puede pasarse, por la escultura policroma, a la plástica, desde la plástica a la arquitectura. Gráfica y arquitectura son principio y fin de una fila.

El mejor dibujante puede ser un mal arquitecto, el mejor arquitecto puede ser un mal dibujante. Desde que uno decide hacerse arquitecto, se le requiere talento para el arte gráfico. Toda nuestra nueva arquitectura se ha creado sobre el tablero de dibujo, y los dibujos así nacidos se exponen plásticamente, como se colocan pinturas en un panóptico.

Para los antiguos maestros, sin embargo, el dibujo era sólo un medio para hacerse entender por el operario ejecutante. Como el poeta tiene que hacerse entender por la escritura. Pero nosotros todavía no estamos tan desprovistos de cultura como para hacerle aprender poesías a un niño a base de escritura caligráfica.

Ahora lo sabemos: cada obra de arte tiene tales y tan fuertes leyes internas que sólo puede aparecer en una única forma.

Una novela de la que resulte un buen drama es, como novela y como drama, mala. Un caso más irritante aún es aquél en el que dos artes diferentes, aunque muestren por lo demás puntos de contacto, puedan ser mezcladas. Una imagen que sirva para un panóptico es un mal cuadro. En Kastán puede verse un tirolés de salón, pero no una salida de sol de Monet o un aguafuerte de Whistler. Pero es terrible cuando un dibujo de arquitectura, que ya por su forma de representación tenga que ser considerado una obra de arte gráfica -y hay verdaderos artistas gráficos entre los arquitectos-, llega a realizarse en piedra, hierro y cristal. Pues el signo sentido como auténtico de la arquitectura es: que quede sin efectos planos. Si pudiera borrar de la memoria de los contemporáneos el acontecimiento arquitectónico más fuerte, el palacio Pitti, y presentarlo dibujado por el mejor dibujante como proyecto a un concurso: el jurado me encerraría en el manicomio.

Hoy, sin embargo, reina el dibujante grácil. Las formas ya no las crean las herramientas, sino el lápiz. Por el moldurado de un edificio, por su forma de ornamentación, puede deducir el observador si el arquitecto trabaja con lápiz número 1 o lápiz número 5. Y de qué terrible ruina del gusto es responsable el compás. El puntear con la plumilla ha producido la epidemia del cuadrado. Ningún marco de ventana, ninguna placa de mármol se queda sin puntear a escala 1:100, y albañil y picapedrero tienen que hacer sudar la frente por el sinsentido gráfico. Si al artista le ha entrado casualmente tinta china en la plumilla, también deberá molestarse el dorador.

Pero yo digo: un buen edificio no da ninguna impresión trasladado a la imagen, al plano. Mi mayor orgullo es que los interiores que he creado estén completamente desprovistos de efecto en fotografía. Que los habitantes de mis edificios no reconozcan su propia vivienda en fotografía, como el propietario de un cuadro de Monet no reconocería su obra en Kastán. Tengo que renunciar al honor de ser publicado en las diferentes revistas arquitectónicas. Me es prohibida la satisfacción de mi vanidad.

Y quizá por eso mi influencia es inefectiva. No se conoce nada de mí. Pero así se muestra la fuerza de mis ideas y el acierto de mi enseñanza. Yo, el no publicado,

yo, cuyo efecto no se conoce, soy el único entre miles que tiene verdadera influencia. Puedo servirme de un ejemplo. Cuando se me permitió por primera vez crear algo -era bastante difícil porque, como dije, los trabajos a mi manera no pueden representarse gráficamente- me hice muchos enemigos. Era hace doce años: el café Museum en Viena. Los arquitectos lo llamaban el "café nihilismus". Pero el café Museum existe todavía hoy, mientras que todos los trabajos modernos de ebanistería de los miles restantes han sido lanzados al cuarto de los trastos hace ya mucho tiempo. O bien tienen que avergonzarse de esos trabajos. Y que el café Museum haya tenido más influencia sobre nuestro trabajo de ebanistería de hoy que todos los trabajos anteriores juntos, puede demostrárseles con una ojeada al año 1899 de la revista de Munich Dekorative Kunst; donde se reprodujo ese interior -creo que entró por descuido de la redacción. Pero no fueron esas dos reproducciones fotográficas lo que entonces provocó la influencia -permanecieron completamente inadvertidas. Sólo ha tenido influencia la fuerza del ejemplo. Aquella fuerza con la que también los viejos maestros causaron efecto, más rápidamente y más lejos, hasta los más alejados rincones de la tierra, a pesar o, mejor, porque todavía no había correo, telégrafos ni periódicos.

La segunda mitad del siglo Diecinueve estaba llena del clamor de los incultos: ¡No tenemos ningún estilo de construcción! Cuán falso, cuán desacertado. Justamente ese período tenía un estilo acentuado más fuertemente, diferenciable más fuertemente que cualquier período anterior que hubiera existido; fue un cambio que ha quedado sin parangón en la historia de la cultura. Pero, como los falsos profetas sólo sabían reconocer un producto por las diferentes apariencias de su ornamento, el ornamento se les convirtió en fetiche, y sustituyeron esa criatura, llamándola estilo. Ya teníamos estilo verdadero, pero no teníamos ornamento. Si pudiera abatir todos los ornamentos de nuestras casas viejas y nuevas, de manera que quedaran solamente las paredes desnudas, sería verdaderamente difícil diferenciar la casa del siglo Quince de la del siglo Diecisiete. Pero las casas del siglo Diecinueve las descubriría cualquier profano a primera vista. No teníamos ornamento, y ellos lamentaban que no teníamos estilo. Y copiaron durante tanto tiempo ornamentos desaparecidos hasta encontrarlos ridículos ellos mismos y, cuando ya no pudieron más, crearon nuevos ornamentos -o sea que habían degenerado tanto culturalmente que ya podían hacerlo. Y por fin se alegran de haber encontrado el estilo del siglo Veinte. Pero el estilo del siglo Veinte no es eso. Hay muchas cosas que muestran en forma pura al estilo del siglo Veinte. Son aquellas a cuyos productores no les pusieron como tutores a los degenerados. Tales productores son, sobre todo, los sastres. Tales son los zapateros, los cartereros y guarnicioneros, los constructores de carruajes, los constructores de instrumentos y todos quienes escaparon a la infección general sólo porque su manufactura no les pareció suficientemente noble a los incultos como para incorporarla en sus reformas. ¡Qué suerte! De esos restos que me dejaron los arquitectos, pude reconstruir hace dos años la ebanistería moderna, aquella ebanistería que poseeríamos si los arquitectos no hubieran metido nunca su nariz en el taller del ebanista. Pues no he entrado en la tarea

como un artista, creando libremente, desarrollando libremente la fantasía. Supongo que así deben expresarse en los círculos artísticos. No. Fui a los talleres temeroso como un aprendiz, respetuosamente alcé la vista hacia el hombre del delantal azul. Y rogué: déjame ser partícipe de tu secreto. Pues, avergonzadamente escondido de las miradas de los arquitectos, quedaba todavía algún rasgo de la tradición de taller. Y cuando reconocieron mi intención, cuando vieron que no soy uno que quiera desfigurar su querida madera por razón de fantasías de tablero de dibujo, cuando vieron que no quiero deshonrar el honroso color de su honrosamente venerado material con pizcas de verde o violeta, entonces salió a la superficie su orgullosa conciencia de taller, y su tradición, oculta cuidadosamente, se hizo visible, y su odio contra sus opresores se liberó. Y encontré el revestimiento de paredes moderno en los paneles que albergan la cisterna de agua del viejo retrete, encontré la moderna solución para los cantos en las cajas donde se guardaban las cuberterías de plata, encontré cerraduras y guarniciones con el constructor de maletas y pianos. Y encontré lo más importante: que el estilo del año 1900 se diferencia del de 1800 sólo tanto como el frack de 1900 se diferencia del frack del año 1800.

No en mucho. El uno era de tela azul y tenía botones dorados, el otro es negro y tiene botones negros. El frack negro es del estilo de nuestro tiempo. Esto nadie puede negarlo. En su orgullo, los retorcidos pasaron por alto la reforma de nuestra vestimenta. Pues todos ellos eran hombres serios, que encontraban por bajo de su dignidad ocuparse de tales cosas. Y así nuestra vestimenta quedó al estilo de su tiempo. Al digno y serio caballero sólo le convenía ponerse a descubrir ornamentos.

Cuando, entonces, por fin, me tocó la tarea de construir una casa, me dije: una casa puede haber cambiado en su aspecto exterior, al máximo, como el frack. Es decir no mucho. Y vi cómo habían construido los antiguos, y vi cómo se emancipaban de siglo en siglo, de año en año, del ornamento. Por ello yo debía contactar con el sitio donde se había roto la cadena de la evolución del desarrollo. Sabía una cosa: para seguir en la línea del desarrollo, tenía que ser todavía notablemente más simple. Tenía que sustituir los botones dorados por los negros. La casa tiene que ser poco llamativa. Pues, ¿no había acuñado yo una vez la frase: viste moderno quien menos llama la atención? Eso sonó a paradoja. Pero se encontraban personas honradas que recogieron cuidadosamente tanto ésta como otras de mis ocurrencias paradójicas, y que permitieron volverlas a imprimir. Esto ocurrió tan a menudo que finalmente la gente las tomó como verdades. Pero, por lo que respecta a la discreción, no había tomado en cuenta una cosa. A saber: lo que era válido para la vestimenta, no era válido para la arquitectura. Sí, si los retorcidos hubieran dejado a la arquitectura en paz, y se hubieran dedicado a reformar la vestimenta en la dirección de las guardarropías de teatro o de los secesionistas -intentos para ello también ha habido- entonces la cosa hubiera ocurrido al revés. Imagínense tal situación. Cada cual lleva una vestimenta que pertenece a una

época pasada o a un lejano futuro imaginario. Se verían hombres de la remota antigüedad, mujeres con peinados altos y faldas con aros, graciosos señores con pantalones borgoñeses. Y, en medio, algunos chuscos modernos con escarpines violeta y jubones de seda verde manzana con aplicaciones del profesor Walter Scherbel. Y si entonces llegara entre ellos un hombre en traje liso ¿no llamaría la atención?, mucho más, ¿no provocaría un escándalo? ¿Y no se llamaría a la policía, que está para alejar todo lo que provoque escándalo?

La cosa, sin embargo, ocurre al revés. La vestimenta es correcta, la arlequinada está en el campo de la arquitectura. Mi casa (me refiero a la Casa Loos en la Michaelerplatz de Viena, que fue construida el mismo año en que se escribió este artículo) provocó un verdadero escándalo, y la policía hizo inmediatamente presencia. Cosas así se resuelven entre cuatro paredes, ¡pero no pueden hacerse en la calle!

***

A muchos les habrán surgido dudas por mis últimas exposiciones, dudas que se dirigen contra la comparación que hago entre sastrería y arquitectura. Pues la arquitectura es un arte. Concedido, por el momento, concedido. Pero, ¿no se han dado cuenta nunca de la extraña coincidencia entre lo exterior de las gentes y lo exterior de las casas? ¡No concordaban el estilo gótico con el traje de borlas, la peluca larga con el barroco! Pero ¿concuerdan nuestras casas de hoy con nuestros trajes? ¿Se teme a la uniformidad de las formas? Pero, ¿no eran también uniformes las antiguas construcciones dentro de una época y dentro de un país? Tan uniformes que nos es posible clasificarlas, gracias a su uniformidad, por estilos y países, por pueblos y ciudades. A los viejos maestros les era desconocida la vanidad nerviosa. Las formas las determinaba la tradición. Las formas no las cambiaban ellos. Sino que llegaba un momento en que los maestros no estaban en condiciones de poder utilizar, en toda circunstancia, la forma tradicional, exacta, fijada. Nuevas tareas cambiaban esa forma, y así se quebrantaban las reglas, surgían nuevas formas. Pero las gentes de una época estaban en coincidencia con la arquitectura de su época. La casa surgida nuevamente gustaba a todos. Hoy la mayoría de las casas gusta sólo a dos personas: al propietario y al arquitecto. La casa tiene que gustar a todos. A diferencia de la obra de arte, que no tiene que gustar a nadie. La obra de arte es asunto privado del artista. La casa no lo es. La obra de arte se introduce en el mundo sin que exista necesidad para ello. La casa cumple una necesidad. La obra de arte no debe rendir cuentas a nadie, la casa a cualquiera. La obra de arte quiere arrancar a las personas de su comodidad. La casa tiene que servir a la comodidad. La obra de arte es revolucionaria, la casa es conservadora. La obra de arte enseña nuevos caminos a la humanidad y piensa en el futuro. La casa piensa en el presente. La persona ama todo lo que sirve para su comodidad. Odia todo lo que quiera arrancarle de su posición acostumbrada y asegurada y le abrume. Y por ello ama la casa y odia el arte.

Así, ¿la casa no tendría nada que ver con el arte y no debería colocarse la arquitectura entre las artes?

 

 

Así es. Sólo hay una pequeña parte de la arquitectura que pertenezca al arte: el monumento funerario y el monumento conmemorativo. Todo lo demás, lo que sirve para un fin, debe quedar excluido del reino del arte.

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